domingo, 27 de noviembre de 2011

Nicos Cavadias

MARABÚ

Dicen los marineros que viajan conmigo
que soy un tipo agrio, intratable y malvado,
que odio a las mujeres de una manera ruin
y que yo nunca suelo acostarme con ellas.

Y aún dicen más, que tomo hachís y cocaína,
que una pasión terrible me tiene poseído,
que tengo el cuerpo lleno de horribles tatuajes,
extraños y angustiosos, con los que estoy marcado.

Y aún dicen otras cosas peores, muchas más,
que, sin embargo, son mentiras e invenciones.
Pues lo que de verdad me marcó mortalmente,
no lo ha sabido nadie, a nadie dije nada.

Pero ahora que ha caído la tarde tropical
y huyen hacia el oeste aquellos marabús
hay algo que me incita a poner por escrito
aquel suceso oculto que siempre silencié.

Yo fui una vez grumete en un barco correo
que llevaba las cartas de Egipto al sur de Francia.
Entonces conocí a mi flor de los Alpes
y nos ligó una estrecha amistad fraternal.

Era aristocrática, ligera y melancólica,
hija de un rico egipcio que un día se mató.
Viajaba sus penas hacia tierras lejanas
–acaso allí sucede que las penas se olviden–.

Solía llevar con ella el Journal de Bashkirtsev,
o leía con ardor a la santa de Ávila.
A veces recitaba tristes versos franceses
y se quedaba horas mirando el mar azul.

Yo sólo conocía los cuerpos de las putas
–tenía un alma abúlica herida por la mar–,
ante ella recobré la gracia de la infancia
y en éxtasis le oía hablar como un profeta.

Le puse un día al cuello una pequeña cruz
y ella me regaló una hermosa cartera.
Me sentí desdichado, el más triste del mundo
cuando un día llegamos al fin a su destino.

Muchas veces pensé en ella al navegar
como mi baluarte, como mi ángel guardián,
y su foto en el puente para mí era un oasis
que uno hubiera encontrado en medio del desierto.

Creo que debería ya detenerme aquí,
tiembla mi mano, el aire caliente me fustiga.
Las flores tropicales apestan en el río
y allá a lo lejos grazna un torpe marabú.

¡He de seguir!... Un día en un puerto extranjero
me emborraché con whisky, ginebra y con cerveza,
y sobre medianoche, tropezando pesado,
me dirigí a las casas sucias de las perdidas.

Allí sórdidas hembras arrastran a los hombres
y de repente una me arrebató el sombrero
–viejo hábito francés del barrio de las putas–
y casi sin quererlo entonces la seguí.

Era un cuartito oscuro, tan sucio como todos,
a pedazos caía la cal de las paredes.
Ella, un andrajo humano que hablaba roncamente
con los ojos oscuros, negros y endemoniados.

Le dije que apagara la luz. Caímos juntos.
Mis dedos recorrieron sus huesudas costillas.
Hedía a absenta. Desperté, que dicen los poetas,
“cuando la aurora extiende sus pétalos de rosa.”

Cuando le vi la cara con las primeras luces
me pareció tan digna de lástima y maldita,
que con extraño horror, como si me aterrase,
me saqué la cartera veloz para pagarle.

Doce francos franceses... y lanzó un alarido
y vi que me miraba con sus ojos salvajes
y también mi cartera... pero yo me quedé
con la mirada inmóvil en la cruz de su cuello.

Olvidé mi sombrero, como un loco corrí,
un loco que vacila y que se tambalea,
pues llevaba en la sangre la horrible enfermedad
que juega con mi cuerpo y aún hoy lo tortura.

Dicen los marineros que viajan conmigo
que hace mucho tiempo que no veo a mujer
que soy pellejo viejo, que tomo cocaína,
mas si ellos lo supieran me compadecerían...

La mano tiembla... fiebre... He olvidado mucho.
En la ribera veo un marabú muy quieto,
y mientras él me mira a su vez insistente,
nos parecemos –creo–: estúpidos y solos.

Nicos Cavadias